MADRES NUESTRAS QUE ESTÁN EN LA TIERRA

10.05.2025

Cada 10 de mayo, en muchos países de América Latina, el calendario y las flores parecen imponerse como un mandato afectivo: celebrar a las madres. Se multiplican las postales dulces, los mensajes cargados de amor idealizado, los gestos públicos de gratitud. Pero en medio de esa celebración institucionalizada, el silencio sobre las múltiples formas de violencia, exclusión y carga que atraviesan las maternidades se vuelve atronador. Desde la teología feminista, queremos romper ese silencio. No para negar el valor de quienes maternan, sino para recuperar su humanidad, sus contradicciones, sus luchas. Queremos quitar el velo de santidad que cubre a las madres para verlas como son: mujeres de carne, con historias concretas, situadas en contextos muchas veces adversos. Mujeres que cuidan, que resisten, que también se cansan, que reclaman, que duelen, que sueñan. Madres que están en la tierra, no en los altares.

La maternidad no es un destino biológico inevitable. Es una construcción social, una práctica histórica, una experiencia que puede ser elegida, impuesta, negada o resignificada. Como ha señalado Adrienne Rich (1985), hay una diferencia entre el hecho de ser madre (maternity) y la institución de la maternidad (motherhood). Esta última ha sido instrumentalizada para el control de los cuerpos de las mujeres, imponiendo una única forma legítima de amar, cuidar y vivir. En nuestras sociedades, ese modelo dominante de maternidad está ligado a la abnegación, al sacrificio silencioso, a la entrega sin límites. Se espera que la madre ame incondicionalmente, que cuide sin descanso, que ponga su vida en pausa por la de sus hijxs. Todo esto sin que se le reconozcan derechos plenos, ni condiciones materiales para sostener ese cuidado.

La teología feminista denuncia esta sacralización de la maternidad como forma de opresión. Cuando la maternidad se convierte en un mandato moral y religioso, se anula la agencia de las mujeres. Se culpabiliza a quienes deciden no maternar. Se estigmatiza a las que ejercen la maternidad de formas distintas: solas, en comunidad, fuera del modelo heteronormado o desde identidades disidentes. Y se invisibiliza a quienes maternan en contextos de violencia, pobreza, desplazamiento o duelo. Por eso, nuestra propuesta es mirar las maternidades desde abajo, desde la tierra donde pisan las madres reales, y no desde las nubes del ideal romántico.

En los últimos años, una de las figuras más contundentes que interpela nuestra teología es la de las madres buscadoras. Mujeres que, en lugar de flores, portan fotos de sus hijxs desaparecidxs. Que caminan los desiertos con palas y rosarios. Que oran, pero no esperando milagros celestiales, sino como gesto de memoria, de dolor, de comunidad. Mujeres que han transformado la maternidad en una trinchera de lucha. Su espiritualidad no se construye en templos, sino en las fosas, en las plazas, en los campamentos de búsqueda. Ellas son testimonio vivo de una fe encarnada que exige justicia, verdad y dignidad. En sus cuerpos agotados, en sus voces desgarradas, vemos una imagen de Dios maternal, no todopoderosa, sino profundamente compasiva y comprometida.

Junto a ellas, reconocemos también a las madres migrantes, que cruzan fronteras con hijxs en brazos o con la esperanza de reencontrarlos. A las madres solteras que maternan sin redes ni respaldo institucional. A las abuelas que crían por segunda vez en ausencia de sus hijxs. A las que acompañan la vida desde vínculos no sanguíneos: madrinas, tías, maestras, cuidadoras. A todas las que maternan desde la resistencia. La teología feminista abraza estas experiencias como lugares teológicos. Es decir, como espacios desde donde puede hablarse de Dios. Porque en cada acto de cuidado, de memoria, de protección, de exigencia de justicia, se revela una espiritualidad del vínculo, una ética de la interdependencia, un rostro divino que no impone, sino que sostiene.

En los relatos bíblicos encontramos figuras maternales que no encajan en los moldes tradicionales. Agar, la esclava expulsada al desierto con su hijo, es acompañada por un Dios que escucha su llanto y le promete vida (Gn 16,1-16; 21,8-21). María, la madre de Jesús, no es solo símbolo de pureza, sino también mujer migrante, que cría en condiciones precarias y presencia la ejecución de su hijo por parte del Estado. La viuda de Sarepta (1 Re 17,8-16), que comparte su último pan con un profeta extranjero, encarna la maternidad como hospitalidad radical. Estas mujeres bíblicas no son madres idealizadas. Son mujeres situadas, con agencia, con capacidad de decisión, con dolor. Son testigos de un Dios que no exige sacrificios, sino que se hace presente en medio de las injusticias.

Desde esta mirada, podemos afirmar que la maternidad, cuando se vive desde la libertad, el cuidado mutuo y la justicia, puede ser una experiencia profundamente espiritual. Pero cuando se impone como mandato, cuando se vive en soledad, cuando no es acompañada por condiciones de dignidad, se convierte en una cruz innecesaria. La teología feminista no busca desechar la maternidad, sino liberarla del control patriarcal. Nombrarla desde la diversidad. Reconocer su pluralidad: maternar no es igual a ser madre biológica. Hay múltiples formas de ejercer el cuidado: en comunidad, en adopción, desde vínculos afectivos elegidos, desde la militancia, desde la docencia, desde el acompañamiento espiritual.

Dios no está en la postal adornada que romantiza el sacrificio de las madres. Dios no está en el altar que exige entrega sin reciprocidad. Dios no está en el sistema que celebra un día y abandona los otros 364. Dios está en las madres que caminan por justicia. En las que enfrentan un sistema judicial ciego y una iglesia sorda. En las que crían hijxs con discapacidad sin apoyos suficientes. En las que maternan en el encierro, en el refugio, en la espera. Dios está en la rabia digna de las que dicen basta. En la ternura insumisa de las que rehúsan repetir violencias. En la memoria de las que no olvidan.

Por eso, hoy rezamos, pero no al cielo.
Rezamos a la tierra, a las manos, a los cuerpos que cuidan:
Madres nuestras que están en la tierra,
en la casa, en el refugio, en la marcha y en la fosa,
santificadas sean sus manos, sus arrugas, sus huellas.
Venga a nosotras su ternura insumisa,
su rabia digna, su esperanza cansada.
Hágase su justicia,
así en las aulas como en las calles,
así en los altares como en los barrios que resisten.
El pan que ustedes multiplican con esfuerzo y creatividad,
dénnoslo cada día.
Y perdonen nuestras indiferencias,
así como nosotras aprendemos a no mirar hacia otro lado.
No nos dejen caer en el olvido,
ni en la normalización del dolor.
Líbrennos del mandato que idealiza, oprime y excluye.
Sean benditas las que buscan con fotografías en el pecho,
las que gritan nombres entre lágrimas y pancartas,
las que cargan hijxs en los brazos y en la memoria,
las que cruzan fronteras con el corazón partido,
las que maternan solas, colectivas, elegidas o negadas,
las que cuidan sin haber parido,
y las que siembran ternura en medio del exilio, del duelo o del silencio.
Porque de ustedes es el poder del cuidado rebelde,
la gloria de lo cotidiano sostenido en comunidad,
y la dignidad de todas las maternidades posibles.
Ahora y siempre. Amén.