JUNTO AL SEPULCRO
Las mujeres que habían acompañado
a Jesús, desde Galilea,
fueron y vieron el sepulcro
y se fijaron en cómo habían puesto el cuerpo.
Cuando volvieron a casa,
prepararon perfumes y ungüentos.
Las mujeres descansaron el sábado,
conforme al mandamiento,
pero el primer día de la semana regresaron al sepulcro muy temprano,
llevando los perfumes que habían preparado.
(Lucas, 23,55 - 24, 1)
Los evangelistas nos hablan, todos ellos, de un grupo de mujeres, que, en su acompañamiento a Jesús, van hasta el sepulcro, miran al sepulcro, embalsaman el cuerpo muerto del Maestro, preparan perfumes para él, madrugan temprano en la mañana para llegar antes que nadie ante el sepulcro y entregar sus cuidados el recién muerto-asesinado... Esta actitud que se señala en los textos como femenina- nos habla de muchas cosas que pueden ayudarnos a mirarnos a nosotros/as mismos/as.
En primer lugar vuelve a ponernos de manifiesto el cuidado, el amor, la ternura ante el cuerpo amado. No importa que ese cuerpo ya no tenga el aliento de la vida, no importa que ese cuerpo haya sido abandonado ya por el hálito que lo mantenía entre nosotras/os... Es necesario descubrir en estas mujeres -amigas/seguidoras de Jesús- su capacidad de sentir con el otro ( Jesús ha sido torturado hasta morir, su cuerpo ha sido sometido a la injuria y al maltrato, su cuerpo ha sido expuesto a la mirada enemiga, al odio y al escarnio colectivos... de alguna manera estas mujeres saben que ese cuerpo necesita consuelo, amor, cercanía, reparación. Ese cuerpo necesita ser acariciado para encontrar alivio y para recuperar el sentido de su vida.
Por ello las manos femeninas, esas mismas que saben de complicidades, de alientos, de caricias... se comprometen en el cuidado de este cuerpo ya exánime. No importa el dolor experimentado, no importa el inmenso cansancio de esta horrible jornada, no importa el no dormir... lo más importante es la certeza de que ese amigo cuya alma le ha sido arrebatada puede aún, en su cuerpo recibir algo de consuelo...
Esta actitud nos remite a una particular relación que se establece entre la muerte y la vida:
“El que ha muerto por nosotros, no puede estar muerto para nosotros. El que en su muerte se ha convertido en la vida para nosotros, tiene que seguir viviendo en nosotros mismos, para nosotros. Cierto que en un último acto del luto se le envuelve en una sábana mortuoria, cierto que se abre para él la tumba; pero como en cualquier amor profundo, también aquí prevalece especialmente un presentimiento y una certeza de que no puede estar muerto delante de Dios ni por causa de nosotros los hombres. A nuestras manos humanas, que lo mataron, no se les ha dado el poder de reparar por nosotros mismos lo ocurrido; a nuestras manos humanas sólo les queda la triste obra de la despedida y la piedad; una solicitud tardía que humanamente ya no alcanza a Jesús. Y sin embargo, en medio, precisamente del luto persiste el sentimiento apasionado de que él, que tuvo que morir por designio divino, realmente nunca habría tenido que morir y que delante de Dios, nunca podría estar muerto” (1).
El pueblo en general, y el latinoamericano/colombiano en particular tiene una relación con la muerte cualitativamente diferente a la que tienen las culturas modernas más occidentalizadas. Como todas las relaciones, esta tampoco puede entenderse cuando se la mira y juzga desde fuera, es únicamente al interior de ella misma y en sintonía cuando se le puede valorar y aquilatar. En la costumbre popular el cuerpo de un difunto no se deja en una sala fría, lejana y neutra por unas pocas horas, mientras se entierra definitivamente para no verlo más... en la costumbre barrial y/o campesina de muchas zonas del país, al cuerpo del difunto hay que acompañarlo, velarlo... La máxima expresión de amistad y solidaridad para con una familia es hacerse presente en la velación de un muerto. Es necesario acompañar al muerto en su tránsito, hay una conciencia clara de que ese tránsito no es fácil... y necesita apoyo y compañía, necesita presencia. Se trata por supuesto de una presencia inútil, una presencia no pragmática, es decir gratuita.
Es además una presencia que une, que convoca... alrededor del muerto se hace comunidad de amigos y sentimientos. Los muertos ligan a la tierra, completan una especie de ciclo familiar y/o comunitario... los muertos se convierten en un polo que atrae, que liga. Por ello la conmemoración de la memoria, es tan importante en el pueblo latinoamericano. En Cien Años de Soledad, novela que nos refleja tanto, escuchamos el siguiente diálogo:
“No nos iremos -dijo-. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un hijo.
Todavía no tenemos un muerto -dijo él-. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra.
Ursula replicó con una suave firmeza:
Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me muero...” (2).
Los muertos no son alguien (o algo = un cuerpo) que se abandona de un momento a otro. El duelo popular se elabora precisamente en esa comunión/comunicación con el cuerpo difunto. En esta perspectiva podemos aquilatar mejor el crimen que Colombia está cometiendo contra ella misma (la desaparición forzosa y la muerte en medio de un secuestro impiden a la familia y amigos la primera condición, el primer paso de la elaboración del duelo... impiden el contacto físico y cercano con el cuerpo sin vida. Estos duelos sin elaborar tarde o temprano le serán cobrados a nuestra sociedad... entre otras realidades, en esta se arraigan la desesperación de muchos hijos que saldan, matando, sus deudas con la vida/muerte de sus padres.
Las mujeres que según los relatos evangélicos acompañan a Jesús al sepulcro, lo vigilan de lejos y llevan perfumes y bálsamos hasta su sepultura... nos están hablando precisamente de eso: de la capacidad de establecer una comunicación con el otro que vaya más allá de su inmediatez física y se proyecte sobre el puente que teje el amor entre los hombres y mujeres. Un puente que no es fácil romper, un puente que trasciende la muerte.
Y es ese sentimiento de trascendencia el que permite sentir, como una absoluta necesidad, el deseo de acariciar al muerto, de embalsamarlo, de restituir de alguna manera a ese cuerpo la posibilidad de ternura y encuentro que ha perdido... En el caso de una muerte violenta -como la de Jesús de Nazaret- esta posibilidad le ha sido injusta y cruelmente arrebatada, por ello la necesidad de restitución es mayor.
La cercanía y calidez de estas mujeres nos hablan también de la capacidad de amar por encima de fronteras, por encima de la espera de respuestas... nos hablan de fidelidad. La fidelidad a los muertos, a su memoria, no puede depararnos prácticamente ninguna compensación... pero sí configura y constituye más sólidamente nuestra identidad, nuestro camino como un todo. Precisamente en ese enraizamiento tan fuerte con ese cuerpo amado nacen las primeras vivencias cristianas que preparan los corazones para recibir la resurrección... Si el miedo que acongojó a los discípulos o la indiferencia ante lo inapelable hubieran copado los días inmediatamente posteriores a la crucifixión, si estas mujeres no se hubieran mantenido ligadas al cuerpo muerto... podemos preguntarnos: ¿habría sido posible vivenciar la resurección? Nuestra actitud ante la muerte y la vida, están irremediablemente unidas, no es bueno separarlas tan tajantemente como se intenta hacerlo en Occidente.
NOTAS.
(1) Eugen Drewermann:
EL MENSAJE DE LAS MUJERES.La Ciencia del Amor.
Editorial Herder - Barcelona 1996
(2) Gabriel García Márquez:
CIEN AÑOS DE SOLEDAD
Editorial Suramericana, Buenos Aires 1967
Recuperado de https://www.mercaba.org/ARTICULOS/M/meditaciones_femeninas_para_semn.htm