“La cruz como lugar de resistencia: una meditación para el Viernes Santo”
El Viernes Santo es una jornada de profundo silencio, de contemplación del dolor y del amor llevado hasta sus últimas consecuencias. Desde la teología feminista, esta fecha adquiere una densidad simbólica particular, pues pone en el centro la experiencia del sufrimiento, la injusticia, la violencia institucionalizada y el cuerpo como lugar de revelación. Caminar con Jesús hacia el Calvario y contemplar su crucifixión implica sumergirse también en las múltiples crucifixiones de los cuerpos vulnerados hoy: los de las mujeres, de las disidencias sexuales, de los pueblos empobrecidos, de quienes cargan con sus cruces en un mundo aún dominado por estructuras patriarcales, coloniales y excluyentes.
Uno de los grandes aportes de la teología feminista ha sido reivindicar el cuerpo como lugar teológico. Las teologías tradicionales han tendido a espiritualizar el sufrimiento de Jesús, separándolo de su realidad corporal y política. Sin embargo, desde una perspectiva feminista, no se puede entender la cruz sin reconocer que fue un cuerpo el que fue torturado y asesinado por el poder. Y ese cuerpo fue el de un varón pobre, judío, subalterno dentro del Imperio romano. En palabras de Elizabeth Schüssler Fiorenza (1994), "el cuerpo crucificado de Jesús es un símbolo de resistencia a todas las formas de opresión que destruyen la vida y niegan la dignidad de los seres humanos" (p. 108).
El camino hacia el Calvario es, entonces, un camino de identificación con las víctimas. Pero no de cualquier manera: no se trata de glorificar el sufrimiento ni de espiritualizar el dolor. La teología feminista ha criticado fuertemente las lecturas que han justificado la opresión de las mujeres bajo la imagen de un Jesús obediente y sufriente. Marcella Althaus-Reid (2000) señala que muchas veces "la teología cristiana ha colonizado el sufrimiento, particularmente el de las mujeres, al convertirlo en virtud" (p. 45). Por eso, recordar el Viernes Santo implica también una crítica a las estructuras religiosas que han perpetuado violencias simbólicas y reales sobre los cuerpos femeninos y disidentes.
El camino al Calvario fue un recorrido público, lleno de violencia, humillación y exposición. Jesús no caminó solo: en los evangelios aparecen figuras femeninas que lo acompañan, lo lloran, lo tocan, lo observan desde lejos. Ellas son las que permanecen cuando muchos discípulos huyen. María, su madre; María Magdalena; las mujeres de Jerusalén que lloran por él (Lucas 23,27-31). Estas mujeres no son meras espectadoras del dolor; su presencia constituye una forma de resistencia. Siguiendo a Ivone Gebara (2004), podemos decir que "la memoria de las mujeres es una memoria contra el olvido, contra la banalización de la violencia" (p. 92).
El acompañamiento femenino en la pasión de Jesús nos permite recuperar una espiritualidad del cuidado, del estar con el otro en su sufrimiento, sin intentar explicarlo ni justificarlo, sino simplemente acompañar. En contextos donde la teología ha sido muchas veces racionalista y androcéntrica, estas figuras femeninas invitan a repensar la fe como una praxis encarnada de solidaridad radical. Desde esta perspectiva, el viacrucis puede ser entendido como una pedagogía feminista: un proceso de aprendizaje que no pasa por la teoría, sino por el cuerpo, el afecto, el compromiso ético con quienes sufren.
La crucifixión de Jesús fue una ejecución política. No fue un accidente ni un simple acto de maldad, sino una respuesta del poder hegemónico ante alguien que desestabilizaba el orden establecido. Jesús había cuestionado las normas religiosas, había comido con pecadores, había curado en sábado, había proclamado el Reino de Dios en clave inclusiva y liberadora. En este sentido, la cruz es también una denuncia de los mecanismos de control social que siguen operando hoy en nombre del orden, de la moral, de la religión.
La teología feminista denuncia que estos mecanismos muchas veces han estado también dentro de la Iglesia. La exclusión de las mujeres de los ministerios ordenados, la subordinación de sus voces en la interpretación de las Escrituras, el silenciamiento de sus experiencias como fuente teológica son formas contemporáneas de crucifixión simbólica. Como afirma Nancy Cardoso Pereira (2007), "la cruz de Cristo se repite cada vez que una mujer es silenciada en nombre de Dios, cada vez que se usa la fe para justificar la opresión" (p. 61).
Frente a esta realidad, el símbolo de la cruz puede ser resignificado desde una clave feminista como espacio de denuncia y de esperanza. No se trata de negar el dolor, sino de visibilizarlo, de nombrarlo, de convertirlo en motor de transformación. La cruz, entonces, no es sólo muerte: es también promesa de vida nueva, de subversión de las lógicas del poder.
Los relatos de la pasión no deben ser leídos como crónicas lineales, sino como narrativas teológicas cargadas de simbolismo. Desde una mirada feminista, es importante prestar atención a los márgenes del texto, a los personajes secundarios, a los silencios. ¿Qué dice el cuerpo de Jesús desgarrado en la cruz sobre nuestros cuerpos rotos hoy? ¿Qué nos enseña su grito –"Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"– sobre las experiencias de abandono de tantas mujeres y pueblos crucificados?
La pasión de Jesús puede ser releída como una narrativa subversiva que pone en evidencia los límites de las estructuras de poder, tanto religiosas como políticas. Como lo señala Dorothee Sölle (1975), "la cruz nos revela un Dios que no está del lado de los poderosos, sino del lado de quienes sufren injustamente" (p. 30). Esta afirmación es profundamente política y profundamente feminista: nos invita a situarnos siempre del lado de las víctimas, no por romanticismo, sino por convicción ética.
Aunque el Viernes Santo nos confronta con la muerte y el silencio, la teología feminista no se detiene allí. El camino al Calvario no es el final. La esperanza de la resurrección –aunque aún no la veamos– es lo que da sentido a la memoria del sufrimiento. Pero no una resurrección como evasión o consuelo espiritual, sino como horizonte de transformación radical. Es la esperanza de que las cruces de hoy no tengan la última palabra, de que los cuerpos violentados sean restituidos en su dignidad, de que la justicia florezca en medio del dolor.
Esta esperanza no es pasiva. Nos llama a la acción, a desmantelar las estructuras que crucifican, a construir comunidades más igualitarias y justas. Como afirma Ada María Isasi-Díaz (2010), "la esperanza cristiana no es una espera resignada, sino una praxis de liberación cotidiana" (p. 115). Y esa praxis comienza por reconocer en la cruz no sólo el dolor de Jesús, sino el de todas las mujeres crucificadas por la violencia, la pobreza, el racismo, la lesbofobia, la discriminación religiosa.
Caminar con Jesús al Calvario desde la teología feminista es un acto de memoria, de denuncia y de esperanza. Es mirar la cruz no como símbolo de sumisión, sino como emblema de resistencia. Es acompañar el sufrimiento de los cuerpos excluidos, no para justificarlo, sino para transformarlo. Es reconocer que el Dios crucificado no nos pide sacrificios, sino justicia. En este Viernes Santo, que la cruz nos convoque a una fe encarnada, feminista y liberadora, capaz de anunciar con palabras y con hechos que otro mundo es posible, incluso ante el dolor más profundo.
Referencias
● Althaus-Reid, M. (2000). Indecent Theology: Theological Perversions in Sex, Gender and Politics. Routledge.
● Cardoso Pereira, N. (2007). Teología feminista latinoamericana: cuerpos, textos y contextos. Ediciones Dabar.
● Gebara, I. (2004). Teología ecofeminista: ensayos para repensar el conocimiento y la religión. Trotta.
● Isasi-Díaz, A. M. (2010). Mujerista Theology: A Theology for the Twenty-First Century. Orbis Books.
● Schüssler Fiorenza, E. (1994). Jesus and the Politics of Interpretation. Continuum.
● Sölle, D. (1975). Suffering. Fortress Press.
