“Donde hay amor, hay revelación: espiritualidades contra la LGBTQ+fobia”
El 17 de mayo no es una fecha neutra. Es un grito en el calendario: un grito que interrumpe la normalidad violenta de la exclusión y que nombra lo innombrable en tantos espacios eclesiales la homofobia, la lesbofobia, la bifobia, la transfobia no como desviaciones individuales, sino como estructuras de opresión que han sido bendecidas, legitimadas y normalizadas en nombre de Dios. Las teologías oficiales, históricamente construidas desde cuerpos masculinos, heterosexuales y privilegiados, han participado activamente en la exclusión de las disidencias sexuales y de género. Desde la teología feminista y la teología queer, nos negamos a aceptar que la fe deba seguir siendo un lugar de muerte para quienes aman, sienten, creen y se expresan desde otros márgenes.
Nombrar la LGBTQ+fobia en espacios teológicos no es una concesión, es una responsabilidad espiritual. Como lo ha señalado Ivone Gebara (2004), “la teología que no toma en cuenta el sufrimiento real de los cuerpos oprimidos no es teología, sino ideología religiosa que disimula el poder” (p. 37). Hoy, al conmemorar este día, no hablamos desde fuera de la fe, sino desde el corazón mismo de una espiritualidad que se rehace a la luz de los cuerpos crucificados por doctrinas y normas que niegan la diversidad como lugar teológico.
Desde la teología feminista sabemos que no hay experiencia de Dios sin cuerpo, sin historia, sin afectos. Es desde los cuerpos vulnerados que surge la revelación, y por eso los cuerpos LGBTQ+ no solo son dignos, sino también reveladores de un Dios que se expresa en lo plural, en lo excéntrico, en lo que desborda la norma. Así lo afirmó Marcella Althaus-Reid (2003): “El cuerpo queer revela las mentiras de una teología que ha sido domesticada por el orden heterosexual y colonial” (p. 55). Su teología indecente no busca inclusión dentro de un sistema religioso que normaliza la obediencia, sino que propone una subversión radical: leer la Biblia desde los márgenes sexuales, desde el deseo, desde la irreverencia que libera.
La LGBTQ+fobia eclesial no es solo una cuestión moral o doctrinal, es una forma de violencia simbólica que construye cuerpos indignos de comunión, indignos de palabra, indignos de amor. Y lo hace bajo la retórica del pecado, de la “corrección fraterna”, de la salvación condicionada. Es así como muchas personas LGBTQ+ han sido exiliadas de las iglesias o forzadas a permanecer en ellas a costa de su integridad emocional, sexual y espiritual. Las llamadas “terapias de conversión” son el rostro más cruel de esta lógica de normalización, pero no el único: también lo son el silencio pastoral, las liturgias que borran, las teologías que niegan la posibilidad de revelación en la diferencia.
Frente a esto, la teología queer no busca solamente defender el derecho a creer de las personas LGBTQ+, sino reconfigurar la propia comprensión de lo sagrado. Como dice Elizabeth Stuart (2003), “la teología queer no se conforma con un asiento en la mesa; reconfigura la mesa, cuestiona quién la organiza, y qué cuerpos están permitidos en ella” (p. 135). En ese sentido, no hablamos de inclusión —que muchas veces opera como una forma domesticada de tolerancia—, sino de justicia encarnada, de transformación profunda de los lenguajes, las liturgias y los símbolos.
Las experiencias espirituales de las personas queer desafían las estructuras tradicionales no porque busquen destruirlas, sino porque las revelan como insuficientes. Hay oraciones que no caben en los salmos, lágrimas que no se nombran en los catecismos, abrazos que no se bendicen en los altares. Pero ahí, en lo no dicho, en lo clandestino, en lo herido, también hay Dios. Como recuerda Althaus-Reid (2003), “la indecencia no es solo transgresión; es también un camino de revelación” (p. 88). Y desde ahí se hace teología: desde los cuerpos que aman como pueden, desde los márgenes donde la fe no muere sino que se reinventa.
La teología feminista y la teología queer no son simplemente críticas académicas al dogma: son prácticas de sanación, procesos de relectura del mundo, lenguajes nuevos para decir lo divino en clave de resistencia. Porque allí donde la Iglesia expulsa, la teología feminista abraza. Allí donde se niega el cuerpo, la teología queer lo eleva como lugar sagrado. Porque no creemos en un Dios que exige negarse a une misme para ser aceptade. Creemos en un Dios que se encarna en la piel, en el deseo, en el grito y en la ternura.
Hoy, en este 17 de mayo, recordamos que la LGBTQ+fobia no es compatible con el evangelio. No hay buenas nuevas donde hay condena. No hay Reino donde se excluye. No hay espiritualidad si no se puede respirar. Desde la teología feminista decimos, con Gebara (2002), que “la justicia es la forma concreta del amor en lo social” (p. 120), y por eso denunciar la violencia espiritual ejercida contra las personas LGBTQ+ es también una forma de hacer teología. Una teología comprometida con la vida, no con la norma.
Muchas comunidades de fe están comenzando a caminar hacia un reconocimiento más pleno de la diversidad sexual y de género. Pero aún es insuficiente. El perdón simbólico que muchas veces se ofrece a las personas LGBTQ+ —bajo condiciones, con reservas, con límites— sigue siendo una forma de control. No se trata de “aceptar” a las disidencias, como si fueran un error a tolerar. Se trata de reconocer que en ellas también habita el Espíritu, que en sus vidas también se revela el misterio, que sus cuerpos también son palabra.
La fe no tiene un solo rostro. Dios no tiene una sola voz. Y cuando una persona queer eleva su oración desde un cuerpo negado por la institución, esa oración no llega menos al corazón divino. Como afirma Linn Tonstad (2018), “una teología queer no se trata de identidad, sino de desestabilización del poder teológico que define lo posible en Dios” (p. 112). En otras palabras, no se trata solo de que haya personas LGBTQ+ en la Iglesia, sino de que la Iglesia sea transformada por su presencia, por sus preguntas, por sus teologías.
Creer, desde la teología feminista y queer, es un acto radical. Es una afirmación de que hay futuro para todas las corporalidades, incluso aquellas que han sido condenadas al silencio. Es también una apuesta por comunidades que no teman la complejidad, que abracen la ternura política, que honren la experiencia como lugar teológico. Espiritualidades vivas que no teman decir: Dios es también travesti, lesbiana, no binarie, asexual, bisexual, intersex, marica, cuir. Porque donde hay amor, hay revelación.
Hoy, 17 de mayo, no solo denunciamos la LGBTQ+fobia en el mundo y en las iglesias. También celebramos las espiritualidades encarnadas, indecentes, resistentes que florecen en los márgenes. Celebramos a quienes se atrevieron a creer cuando todo les decía que su fe era inválida. Celebramos la teología que se escribe desde las heridas, pero también desde el gozo, desde el deseo, desde la ternura. Porque como lo dijo Althaus-Reid (2003), “la libertad teológica comienza por desobedecer al Dios del control para escuchar al Dios del deseo” (p. 121).
Y ese Dios, el que camina entre los cuerpos rotos, el que se revela en la danza, en el beso, en la voz quebrada, en la identidad afirmada, sigue susurrando: no estás fuera. Nunca lo estuviste.
