"Déjala, ella ha comprendido", Una mirada feminista en Lunes Santo.
El texto del evangelio de Juan nos regala, en el umbral de la Semana Santa, una escena profundamente íntima, cargada de simbolismo y ternura, pero también de tensión política y espiritual. Jesús ha llegado a Betania, a casa de sus amigos: Lázaro, a quien ha resucitado; Marta, que sirve; y María, que protagoniza un gesto que será recordado por generaciones. María toma un frasco de perfume de nardo, costoso y puro, y unge los pies de Jesús, secándolos con su cabello. La casa se llena de fragancia. En este gesto, sencillo y profundamente corporal, se entrecruzan muchas de las dimensiones que las teologías feministas han rescatado con insistencia: el cuerpo como lugar teológico, el discernimiento espiritual, el amor sin medida, la subversión del orden patriarcal y la capacidad de las mujeres para actuar como verdaderas discípulas, sin necesidad de mediación ni permiso.
María actúa desde su cuerpo. No habla, no discute, no razona. Toca, derrama, seca, se inclina. Su gesto es litúrgico, es afectivo, es sensual. La unción es un acto cargado de simbolismo: recuerda los ritos de consagración, pero también los gestos de cuidado y despedida. Es anticipación de la muerte, pero también es proclamación del amor. María se atreve a tocar a Jesús, a mostrar públicamente su afecto, a dejar suelta su cabellera, lo cual en su cultura era signo de intimidad, incluso de escándalo. Pero lo hace sin miedo. Y Jesús no sólo lo permite, sino que lo defiende. Cuando Judas, con la voz de la supuesta sensatez, reclama el derroche, Jesús responde con firmeza: "Déjala. Lo tenía guardado para el día de mi sepultura".
Ese "déjala" es una clave hermenéutica profunda. No es solo una defensa de María ante la crítica. Es una afirmación de su acto como legítimo, como profético, como profundamente sintonizado con el misterio que se aproxima. María ha comprendido algo que los demás no. Ella intuye lo que viene: el dolor, la entrega, la muerte. Y no huye. No se paraliza. Actúa. Se adelanta. En ese gesto silencioso, María demuestra un discernimiento espiritual que muchas veces ha sido negado a las mujeres por las estructuras eclesiales que han desconfiado de su sabiduría. Desde las teologías feministas, este pasaje se convierte en un emblema de la capacidad espiritual de las mujeres para leer los signos de los tiempos y actuar en consecuencia, incluso —y especialmente— cuando sus actos no se ajustan a las normas establecidas.
El Evangelio nos dice que la casa se llenó de la fragancia del perfume. Ese detalle sensorial no es menor. Habla de una memoria que se impregna, de una huella que permanece. El gesto de María no pasa desapercibido. Deja rastro. Tiene consecuencias. Es así como también actúa el Espíritu: no siempre de forma lógica o visible, pero sí real, presente, profundo. El perfume se convierte en metáfora del testimonio de tantas mujeres que, a lo largo de la historia, han dejado su fragancia en la vida de la Iglesia, aunque muchas veces sin reconocimiento, sin nombre, sin voz oficial. Pero su amor, su entrega, su presencia, han sido el soporte de comunidades enteras. La fragancia de María no solo perfuma la casa; desafía al mundo.
Frente a su gesto, se alza la voz de Judas, no con preocupación auténtica, sino con la máscara de una falsa piedad. Su argumento utilitario —"esto se podría haber vendido y dado a los pobres"— encierra una crítica que va más allá del dinero: cuestiona la gratuidad, lo simbólico, lo estético, lo que no se mide en términos de eficiencia. Esta tensión entre el derroche y la utilidad es clave para entender cómo las teologías feministas han cuestionado las lógicas patriarcales y economicistas que han dominado tanto las estructuras sociales como eclesiales. María no calcula. María no ahorra. María no mide. María ama, y amar, en términos evangélicos, es derrochar. Su gesto es un acto profundamente subversivo frente a la lógica del control, del cálculo, del "deber ser". Y en ese derroche, en esa entrega sin condiciones, se manifiesta la lógica del Reino.
La figura de Marta también aparece, una vez más, como la que sirve. Su presencia, silenciosa y constante, representa otro rostro del discipulado femenino. Mientras María irrumpe con un gesto extraordinario, Marta sostiene el espacio. Sirve. Permanece. Hace posible la escena. Las teologías feministas han aprendido a no despreciar esos gestos cotidianos que han sido históricamente relegados al ámbito de lo "doméstico" y, por tanto, de lo "invisible". La hospitalidad de Marta es también profética. No toda resistencia es visible. No todo discipulado se expresa de manera escandalosa. También el servicio constante, silencioso, tiene su lugar en el Reino. Pero lo esencial es que tanto Marta como María están allí. Ambas son discípulas. Ambas son testigos. Ambas sostienen la vida.
Este pasaje, leído en el contexto del Lunes Santo, se convierte en un umbral hacia el misterio pascual. Mientras la amenaza de muerte se cierne sobre Jesús —y también sobre Lázaro, como se menciona al final del texto—, María responde con amor. Ella no puede evitar lo que viene, pero puede acompañarlo, puede dignificarlo, puede impregnarlo de belleza. Frente a la muerte, no se paraliza. Ofrece lo mejor que tiene: su perfume, su cabello, su cuerpo, su ternura. No es un gesto de debilidad, sino de fortaleza. No es un acto menor, sino profundamente político. María desestabiliza el orden. En una cultura que excluye a las mujeres de los espacios religiosos públicos, ella asume un rol central en el momento más decisivo del ministerio de Jesús.
En este sentido, María de Betania se convierte en modelo de discipulado para todas aquellas que, en medio de las estructuras religiosas patriarcales, siguen encontrando formas de estar, de amar, de sostener, de profetizar. Ella no espera ser nombrada apóstol. No reclama poder. No exige reconocimiento. Simplemente actúa, desde su amor y desde su conciencia. Y Jesús la valida. Jesús la defiende. Jesús la eleva.
Hoy, en este Lunes Santo, María nos habla con fuerza. Nos invita a vivir esta Semana Santa no desde la distancia, sino desde la cercanía corporal, desde la entrega radical, desde el gesto concreto. Nos recuerda que la espiritualidad no se juega solo en los templos, sino en los cuerpos, en los hogares, en los espacios de cuidado, de dolor y de amor. Nos enseña que la unción no es solo un rito, sino una forma de decir: "Estoy contigo hasta el final". Y eso es lo que ella hace: acompañar a Jesús, en el umbral de la cruz, con todo su ser.
La teología feminista recoge este gesto y lo eleva como una expresión profunda de lo que significa amar como discípula, fuera de los moldes impuestos, más allá de los espacios asignados. María de Betania no pide permiso para amar, para intuir, para actuar. Y Jesús no solo lo permite, sino que lo reconoce. Que en esta Semana Santa, su fragancia nos envuelva también a nosotras, a nosotros, y nos permita recordar que el Reino se construye así: con gestos que huelen a ternura, a libertad y a vida que se entrega sin medida. Porque María ha comprendido. Y por eso, Jesús dice: déjala. Ella ha entendido. Ella ha amado.
